En la actualidad, los valores básicos de la cultura universal son:
la verdad para el conocimiento,
la justicia para la política,
el bienestar para la ética y
la belleza para la estética.
Una vieja definición nos dice que la ética es aquella disciplina que nos indica lo qué está bien y qué está mal.
Esta definición es bastante incompleta y vaga. En
primer lugar, porque “lo que está bien o mal” puede ser entendido de
muchas maneras. Algunos lo entienden en clave subjetiva: lo que cada uno
piensa que está bien o está mal. Por ejemplo, a veces una persona
piensa que está bien emborracharse, o usar de violencia contra los
hijos, o incluso vengarse y asesinar a un enemigo.
Otros saben que algo está siempre mal, pero se dejan
llevar por un momento de pasión, y luego se justifican: no quería
hacerlo, estaba fuera de mí, etc.
Otros entienden “lo que está bien o mal” en clave
sociológica: lo que es admitido en una sociedad se convierte en algo
bueno o, al menos, tolerable. La historia nos muestra cómo cambia, en
los lugares y en los siglos, la percepción sobre lo bueno y lo malo, lo
que se permite o se prohíbe en cada grupo humano.
En la actualidad predomina un cierto modo de ver “lo
bueno y lo malo” que no coincide con lo que se pensaba hace 100 años.
Ahora muchos ven el anticonceptivo como un progreso científico y ético.
Otros consideran el divorcio como algo bueno. Estas ideas, hace 100
años, eran condenadas como erróneas desde el punto de vista ético, y
hoy, en cambio, son vistas como aceptables.
Lo anterior nos da a entender que “lo bueno y lo malo”
no es algo fácilmente individual, y que las opiniones cambian con el
pasar del tiempo.
La ética, que no puede quedarse en constatar lo que es
permitido o promovido en un determinado pueblo, en un tiempo de la
historia. Lo bueno y lo malo no puede depender de opiniones ni de
culturas, pues entonces lo único “malo” sería oponerse al pensamiento
dominante (¿y por qué eso sería malo?). En ese caso, Sócrates habría
sido un perverso, Cristo un fracasado que no aceptó la autoridad que
dominaba en su pueblo, Pablo de Tarso un extraño que hablaba de castidad
en un mundo donde el sexo se vivía sin traumas, Francisco de Asís un
psicópata que defendía la pobreza cuando el bienestar llamaba a las
puertas de Europa.
Precisamente porque la ética no coincide con la
“cultura dominante”, hay y habrá miles y millones de seres humanos que
vivirán según unos principios que valen por sí mismos. Aunque para vivir
así tengan que ir a un campo de concentración nazi o comunista, aunque
todos se rían de ellos por aceptar el tener muchos hijos, aunque se les
critique de “retrógrados” o “anticuados” por defender lo que vale por
encima de la ola de la moda.
Quizá esos hombres, esas mujeres, muestran que hay un
bien y un mal superior, por el que vale la pena estar dispuestos a
morir. No es “ético”, para conservar la vida, perder los motivos del
vivir, según una famosa frase del poeta romano Juvenal. La máxima
expresión de la grandeza humana consiste en estar dispuestos a ser
condenados por el pensamiento dominante para vivir según valores que
valen siempre, porque están escritos, de un modo misterioso y profundo,
en la conciencia de cada ser humano. Aunque el polvo del “progreso”
quiera sepultarlos en el olvido o quiera rechazarlos con desprecio.
UNA ÉTICA ABANDONADA Y MALTRATADA
¿Cuáles son las barreras que impiden a los seres humanos definir por sí mismos sus reglas de comportamiento?
La ética parte del reconocimiento de que todos tenemos
y cada uno “tiene sus límites”. Límites en cuanto a la realización de
los deseos y/o la fijación de metas u objetivos y/o a los medios para
alcanzarlos.
También parte del reconocimiento de que todos y cada
uno se debe a los demás, no sólo y no tanto porque tengamos la propiedad
de ser seres sociales sino sobre todo porque los otros forman parte de
nuestro ser íntimo, en una multitud de aspectos. Es decir que estamos
constituidos por una propiedad social específica: la de tener a los
demás en nosotros mismos.
La base del reconocimiento de límites y la del
reconocimiento de “los demás en mí”, fundamentan el sentimiento ético,
aunque no una Ética propiamente dicha.
¿Por qué? Pues porque estos dos fundamentos no bastan
por sí solos para definir los principios a los cuales ajustar nuestra
conducta.
Aquí es donde descubrimos una tercera base: la del
espacio de libertad de la que gozamos para definir qué entendemos y
dónde ponemos nuestros límites; así como también a quiénes consideramos y
a quiénes excluimos como “los demás en mí”.
Por ejemplo, desde el pensador que en actitud
filosófica define que “nada de lo que es humano me es extraño”; hasta el
integrante de una secta o de un grupo mafioso que cree que solo se debe
a los que pertenecen a su círculo estrecho, hay una enorme gama de
posibilidades para el ejercicio de nuestra libertad.
A través de ella constituimos nuestra individualidad
como seres diferentes y únicos. Pero notemos que se trata de un espacio
de libertad para elegir nuestra forma de ser, pero también para elegir
los límites y para comprender lo humano y a nosotros mismos, de modo que
definamos a quienes aceptamos como prójimos, o sea a quienes
encarnaremos - con acierto o equivocadamente - como “los demás en mí”.
Es decir que, a través de nuestra libertad, somos
seres autónomos - y responsables en la misma medida - pero no
independientes, o sea, no arbitrariamente libres (como lo postulan los
“principios” antiéticos posmodernos).
Esto significa que tenemos la libertad de fijar los
límites, pero no de no tener ninguno. Tenemos también la libertad de
decidir a quiénes consideramos nuestros prójimos, pero no la de no tener
ninguno (como lo postula el individualismo egocéntrico actualmente de
moda).
Y la razón de esto es obvia: si los demás están en mí -
me guste ello o no - actuar sin que me importen nada los demás implica
la destrucción de la base de mi propio ser. Ni siquiera esta razón
perfectamente egoísta parece considerar ni querer ver los partidarios
actuales del individualismo extremo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario